viernes, 1 de abril de 2016

La división del átomo de Carlos Vicente Castro



Vitrubio conoce bien estos menesteres, no los de la sangre,
que se ha secado en el cielo para formar un crepúsculo.
A sabiendas de que su situación en esta historia
no es apocalíptica, ni tampoco puede entablar diálogo
con los clientes ni con el barman, recargado en la barra
se ha dedicado a ser testigo mudo
aunque se trate de su propia vida. Pero si él la ignora,
los otros también lo harán: así de entrenados los tiene,
a sus compinches clones de sí mismo: con cinta scotch cubre sus bocas,
con palabras de magia negra, con tecnología de punta –que no cala.
Sus vidas pasan como el valor del peso frente al dólar.
Él da vueltas, sobreviene, sobrevive y subsana
los remilgos anteriores al momento de su expansión
y posterior contracción: lluvia de oro.
En un instante más pelará un mango, las hebras
se le quedarán entre los dientes: entonces vendrán
esos recuerdos vagos a las neuronas de su cerebelo,
una molestia cuando ya no sirven. Su mente
quedará en blanco y será blanco de ilusiones transparentes,
ahora que ha aprendido a hacerse a un ladito
cuando le da por tomarse una selfie, por usar el viento
como máscara nō. Es fácil para algunos desvanecerse,
pero Vitrubio ha practicado hasta el cansancio el arte
de hacerse pedacitos sin que nadie lo note.