Los pájaros muertos
cayeron sin que nadie
los hubiera visto
volar o pudiera
imaginar desde dónde.
Eran negros,
sus ojos estaban
cerrados, y nadie
supo qué clase de
pájaros eran. Pero todos
se apoderaron de
ellos y miraron
hacia arriba, por el
reciente y largamente
infundibilizado
cielo.
También cayeron gotas
oscuras. Se recogieron
en los canales del
tejado, se congregaron
en los cielorrasos
sobre los hechos de todos ellos;
toda la noche,
gotiformas misteriosas,
colgaron sobre sus
cabezas, se esparcieron
después entre sus
dedos distraídos, rápidas
como el rocío hojas
afuera.
Y ellos, ¿dónde
habían visto
bayas silvestres tan
perfectamente negras como éstas
y que brillaran igual
al alba? Señuelos
de centro negro, en
altas ramas, o debajo
de las hojas.
Venenosas, pensaron
y las olvidaron o
—¡recuerda!— comieron
de los sobrecargados
árboles. ¿Qué flores
se encogen como semillas,
como éstas o la aguileña?
Pero hacia las ocho o
las nueve, los sueños
de todos ellos son
inescrutables.