a Antoni Artaud
a Jacobo Fijman
Era un pacto firmado con la sangre de cada pesadilla,
una simulación de durmientes
que roen el peligro en un hueso de insomnio.
Prohibido ir más allá.
Sólo el santo tenía la
consigna para el túnel y el vuelo.
Los otros mordaza, las
vendas y el castigo.
Entonces había que acatar a
los guardianes desde el fondo del foso.
Había que aceptar las
plantaciones que se pierden de visa al borde de los pies.
Había que palpar a ciegas
las murallas que separan al huésped y al perseguidor.
Era la ley del juego en el salón
cerrado:
las apuestas a medias hasta
perder la llave
y unas puertas que se abren
cuando ruedan los últimos dados de la muerte.
Y ellos se adelantaron de un
salto hasta el final,
con sus altas coronas.
Quemaron los telones,
arrancaron de cuajo los árboles
del bosque,
rompieron hasta el fondo las
membranas para poder pasar.
Fue una chispa sagrada en el
infierno,
la ráfaga de un cielo
sepultado en la arena,
la cabeza de un dios que cae
dando tumbos entre un rayo y el trueno.
Y después no hubo más.
Nada más que las llamas, el
polvo y el estruendo,
iguales para siempre, cada
vez.
Pero esa misma mano mordida
por la trampa rozó la eternidad,
esa misma pupila trizada por
la luz fue un fragmento del sol,
esas sílabas rotas en la
boca fueron por un instante la palabra.
Ellos eran rehenes de otro
mundo, como el carro de Elías.
Pero estaban aquí,
cayendo,
desasidos.