lunes, 28 de marzo de 2016

Bortolo juega a las cartas de Paula Abramo



prende un cerillo pronuncia
la multiplicidad de su nombre en ésta
y otras lenguas cerillo fósforo
match misto enunciando el chasquido
fiammifero                          
lucifer
ardiendo en llamas
llevando la luz hacia el abismo
cayendo ángel bengala arrojada
pozo abajo pero con el fuego en las tripas
de su junco hueco
y no por tan diario objeto menos prometeico
indicando qué tan hondo
es el fondo
sin fondo
del barranco
Y he, pues, a Bortolo tragando
en las noches apenas sugeridas
por el vidriado retintín de vasos,
polcas, impúdicos lundús,
y mesas descuadradas bajo chismorreos y risas
y codos y cigarros.
Tragando.

¿Pero tragando qué?
cachaça tal vez,
y sobre todo
tragando como vapor de amplio calado
las ranuras de su propio tiempo,
que aún olían a mantequilla
y a masa hecha migajas
tempraneras
de azúcar y de huevo.

Y, en consecuencia, el tiempo
se volvía azaroso, un enemigo
punteando en sangre y tizne
el abanico ingrato de los naipes.

Y así, una noche, el juego
se llevó el sombrero y la leontina,
y, otra,
tres meses de bollos de melaza crepitante
para la sonrisa de la niña del señor doctor,
y, otra,

el horno, y los rodillos,
y la anhelada gordura de una América
de café y polenta fácil con gorriones,
y de niños copiosos y rotundos,
que aliviaba los sueños
de ultramar,
y, otra,

- Llévese a mi hija, don Abramo.
Es flaca, pero tiene
ojos de lechuza,
ancas firmes.
Cámbiele el nombre.
Llévesela, don Vincenzo,
y hágala bien feliz
con sus comercios.

Pero entonces quebraron los comercios
poco tiempo después de la gran guerra,
y en el patio una camada de hijos
con gallinas cacareando, ropa vieja,
nombres de elevada rimbombancia clásica
que no llegaron a la secundaria, pero, en cambio,
le leían al viejo panadero, cuando ciego,
las obras de Kropotkin.