martes, 23 de febrero de 2016

Caballos salvajes de Iván Rojo





Observo a los corredores en el bulevar.
Diría que hacen footing,
pero la palabra ya no está de moda.
Jogging tampoco.
Creo que ahora se dice running.
Son runners.
Corredores urbanos.
Así que observo a los corredores
que vienen y van a lo largo del bulevar
al paso, al trote, al galope,
en solitario, en pareja, en grupo,
joder, hasta en familia
bajo el sol amarillo limón
que entibia el aire del domingo.
Jóvenes promesas del atletismo,
deportistas frustrados,
operaciones bikini condenadas al fracaso,
crisis de los cuarenta que solo el tiempo,
jamás las zancadas, conseguirá dejar atrás.
Ratos que rellenar y, por qué no,
algunos a los que simplemente les gusta correr.
Observo muy quieto a los corredores
y supongo que sus corazones laten fuertes y sanos
y que ríos de serotonina anegan sus cerebros
y que están mejor dotados que yo para la felicidad
e incluso supongo que me gustaría ser como ellos.
Sí, lo confieso:
así de rápido, así de resistente, así de disciplinado,
así de feliz, satisfecho, ¿he dicho feliz?,
un domingo a las diez de la mañana
en zapatillas fosforescentes
y camiseta con agujerillos en las axilas.
Pero también supongo que ese no es mi papel.
Supongo que el mío es observar.
Mientras todo se mueve.
La mariposa sobre la flor muerta,
la flor sobre la mariposa caída, hoja seca.
Mientras todo se mueve menos yo
y esa pantera agazapada entre la maleza.
Mientras nada se mueve
salvo la muerte parsimoniosa que sigue el rastro
del corredor más veloz,
del oficinista de dedos más prestos,
del recordman mundial de inmersión a pulmón.
Mientras nada se mueve
salvo ojalá en algún lugar
los caballos salvajes
y salvo yo,
aquí, esperándoles. Observando.