De
espaldas, solo, quieto,
no
escucho más que el viento
y
a su arena cegante.
Abiertas
las costillas
dejo
que el sol voltee
su
caballo en mi sangre.
Dejo
que sobre el hueso
de
la frente me marque
su
herradura, incendiándome.
Dejo
también que el mar
desde
corrales
de
espuma se abalance.
Que
en sus ancas profundas
y
frías
bajo
mi pecho,
una
mano tras la otra
se
me espanten.
Y
que una y otra vez
su
silencio me envaine.
Bajo
la hirviente carga
yo,
solitario sable.
Cuerpo
en la costa, herrumbre
cada
vez más tirante.
Yo
desnudo en el viento,
yo,
sin moverme, dejo
que
cave en mis entrañas
una
pala radiante.
Que
el arenal acose
mis
ojos y su enjambre
se
irrite por mis párpados
sin
poder despertarme.
Que el mar, oh el mar
después,
como
a espada me lave
en
ese instante estrecho
que
desenvaina en aire.
Mas
ya, como en un sueño,
hasta
en el mar ya es tarde.
Yo,
sometido a libertad, sujeta
a
toda luz mi carne,
yo,
impenetrable pese a todo, rígida
como
columna de agua amarga el alma,
no
sé más que cerrarme.
En mi garganta,
el
llanto atravesado como llave.
Frente
a la carga inmensa, inmerecida,
yo,
sable enfermo, solitario sable.