jueves, 29 de septiembre de 2016

Enfermedad de Héctor Viel Temperley





De espaldas, solo, quieto,
no escucho más que el viento
y a su arena cegante.
Abiertas las costillas
dejo que el sol voltee
su caballo en mi sangre.
Dejo que sobre el hueso
de la frente me marque
su herradura, incendiándome.

Dejo también que el mar
desde corrales
de espuma se abalance.
Que en sus ancas profundas
y frías
bajo mi pecho,
una mano tras la otra
se me espanten.
Y que una y otra vez
su silencio me envaine.
Bajo la hirviente carga
yo, solitario sable.

Cuerpo en la costa, herrumbre
cada vez más tirante.
Yo desnudo en el viento,
yo, sin moverme, dejo
que cave en mis entrañas
una pala radiante.
Que el arenal acose
mis ojos y su enjambre
se irrite por mis párpados
sin poder despertarme.
 Que el mar, oh el mar
después,
como a espada me lave
en ese instante estrecho
que desenvaina en aire.

Mas ya, como en un sueño,
hasta en el mar ya es tarde.
Yo, sometido a libertad, sujeta
a toda luz mi carne,
yo, impenetrable pese a todo, rígida
como columna de agua amarga el alma,
no sé más que cerrarme.
                           En mi garganta,
el llanto atravesado como llave.

Frente a la carga inmensa, inmerecida,

yo, sable enfermo, solitario sable.