nos
volvimos asesinos. No cambió nada con
el
próximo período: estaba muerta, esa pareja joven
que
alguna vez había abrazado la vida.
Mientras
lo discutíamos en la cama, el choque
no
nos sorprendió. Fuimos a la ventana,
y
miramos los autos hechos un acordeón,
las
esquirlas de vidrio reluciente,
como
si los culpables fuéramos nosotros.
La
policía retiró los cuerpos,
ensangrentados
como bebés recien nacidos,
por
el huequito humeante de la puerta,
los
colocó en el césped, y los cubrió con sábanas
que
se empaparon en el acto. Sangre
empezó
a caer de entre mis piernas
y
manchó mis pantuflas. No me moví de ahí,
viendo
cómo arrojaban a la figura atada con correas
por
la abertura negra de la ambulancia, y cómo
paraban
a la otra, la cabeza cubierta con vendajes,
dos
manchas en reemplazo de los ojos.
La
mañana siguiente me tuve que agachar
una
hora en el piso, para limpiar mi sangre,
frotando
un trapo húmedo por las manchas brillosas
y
traslúcidas, como quien deja la sartén
largo
rato en remojo
después
de que la fiesta terminó.
Traducido
por Ezequiel Zaidenwerg