Desde
lo hondo de mí misma no quiero engañarme,
aunque
podría hacerlo: decir que los pájaros cantan
porque
creen que al alba nace una pequeña
esperanza;
pensar que el mundo es lo que soy,
lo
que quiero, un yo que todos los días
puede besar un futuro, a solas, en su cuarto,
sin
que nadie le arrebate sus raíces, su vida, su tiempo;
soñar
que soy invulnerable y tengo metas sólidas
a
las que dirijo todos los días mis luminosos pasos.
Pero
la verdad es que todo aquello es un jardín a oscuras,
un
inminente vuelo de pájaros que escapan de mi mano.
Mis
pasos no son diáfanos, sino aciagos, un súbito otoño
que
va por el mundo, de noche, muy entrada la noche,
ceñido
a la sombra de un espejo donde la escritura es viento,
rostros
circulares, nombres en llamas, ojos de pesadumbre.
Contra
lo que deseo se alza todo, letra a letra, frente a mí:
Un
camino de sangre que no es mío, pero me contiene.
Un
dolor cuchillo sobre la familia ahogada en siglos.
Un
vértigo de hojas solitarias que yacen en el polvo de mis ojos.
Un
silencio de piedra, esclavo de mi carácter, sin juicio ni memoria.
Un
vacío, verdugo en la peña, ¡ay!, sepultador de orígenes.
Un
incesto de agua esculpido en lo profundo de mi abismo.
Un
testamento con un par de ojos que me miran:
¡Sólo
un instante, sólo un instante!,
antes
de dar la vuelta y enroscarse con un quebrado suspiro.